A
menudo he oído decir que los caballos son como espejos, que reflejan nuestro
interior. No estoy de acuerdo. Los caballos son amplificadores. Cualquiera que
sea la emoción que nos gobierna en el momento, pueden no sólo reflejarla; al
pivotar desde ella, pueden desplegar actitudes y movimientos que superan lo que
nosotros estemos sintiendo. Sucede que hemos sido tan domesticados por nuestra
propia especie, que hemos perdido contacto con mucha de nuestra comunicación no
verbal; aquella emitida por otros y, aún más importante, la que irradiamos
nosotros mismos. En repetidas ocasiones, cuando facilito sesiones entre un
caballo y un humano, presencio esta desconexión de nuestras propias emociones,
que se manifiesta en nuestro lenguaje corporal. Una de las gracias de jugar con
caballos en libertad es que nos permite volver a tomar contacto con nuestros
cuerpos y emociones –entre muchas otras cosas– de forma natural; esto, siempre
y cuando tengamos una guía, un traductor, una Piedra Roseta que nos permita
comunicarnos con los caballos con seguridad.
Luis Miguel, marcando un límite cuando Juguete se acerca con demasiada fuerza. Foto © O Liliana Sánchez |
Hay
una proyección inconsciente, particularmente recurrente, que he observado de
manera especial en personas amantes de los caballos. He dado en llamarla un
exceso de care’novio o care’novia (del castellano: cara de novio/a, en adelante, care’novi@,
pues se da en ambos géneros). Veamos un par de ejemplos.
1. Juana*
vino a mí con Estrella, una yegua salvaje de montaña, rescatada de un tratante
sospechoso. Como Juana no tenía experiencia previa con caballos, se comunicaba
con Estrella de forma espontánea, y pasaban mucho tiempo paseando a pie. Aun
cuando tenían un vínculo tal que podían pasear a campo abierto con Estrella
completamente suelta, ella tenía problemas de agresividad, y había llegado a
amenazar a los visitantes de Juana. Estaba claro desde el comienzo que Juana
amaba a Estrella profundamente, y ella aceptaba que había una falta de armonía
entre ellas.
En
un principio, me enfoqué en el comportamiento de Estrella, y observé que se
volvía resistente y amarga en el momento en que yo le pedía que se apartara de
mi lado. Justo después volvía hacia mí con toda gentileza, las orejas al
frente… y de inmediato las pegaba hacia atrás y me amenazaba con su grupa si yo
intentaba apartarla de mí. Cuando me hube asegurado de que el comportamiento de
Estrella lo permitía, le pedí a Juana que la pastoreara un poco. Estrella se
resistió a las peticiones de Juana, girándose y encarándola con una expresión
dulce, luego agachando las orejas y tensando su cuerpo cuando Juana le pedía
que se apartara. Juana sabía que necesitaba marcar nuevos límites para
Estrella, pero era demasiado fácil caer por las miradas encantadoras de la
yegua. A petición mía, Juana persistió en pedirle a Estrella que se girara y se
apartara al paso. Esta dinámica fluyó por unos minutos, pero eventualmente
Juana se tensionó, y sus movimientos se volvieron abruptos –incluso ásperos,
por momentos. Yo podía ver que estaba molesta, intentando seguir mis
instrucciones pero sin saber cómo ser directiva sin volverse agresiva.
Interrumpimos la sesión, tomamos una pausa para ver movimientos más fluidos, y
a medida que Juana se fue relajando, el humor de Estrella se suavizó, y su
resistencia gradualmente se disolvió.
2.
Pedro trajo a Lucero –un castrado de 9 años a quien mantenía en un centro
ecuestre– a un curso de tres días. Cuando le pregunté por su relación, Pedro se
quejó de que su caballo no le prestaba atención a menos de que le diera
golosinas, y buscó que yo validara su decepción. Yo le expliqué que lo que
nosotros los humanos tendemos a interpretar como indiferencia es un
comportamiento perfectamente normal en los caballos. Minutos después, mientras
se dirigía a los establos a revisar a Lucero, me pidió, en un tono infantil, si
podría darle unas zanahorias. En el momento, no supe bien por qué, pero dije
“no”. La respuesta fue un puchero de un hombre entrado en los cuarenta. Y mis
dudas desaparecieron.
Cuando
llevamos a Lucero al corral donde habría de pasar la noche, estaba ansioso. Lo
llevé al bebedero y al heno. No se quedaba quieto, relinchando frecuentemente.
Yo intentaba ayudarlo a calmarse –pidiéndole amablemente que se apartara del
lugar al lado de la entrada donde se paraba a relinchar– cuando me giré y vi a
Pedro. Estaba apoyado en la entrada, mentón en mano, con una mirada de absoluta
ensoñación, mientras veía a su caballo dar cuerda a su propia angustia en el
corral. Pedro no sabía cuánto grano comía Lucero, así que aproveché eso y le
pedí que lo averiguase de inmediato. No había pasado un minuto desde que se fue,
y Lucero se calmó y empezó a comer heno.
Era
claro para mí que Pedro había estado reforzando inconscientemente un patrón de
ansiedad en su caballo. De lo que pude ver, no abusaba de él en absoluto,
física ni sicológicamente. Por el contrario, lo atiborraba de golosinas –a
menudo, me dijo, cuando Lucero piafaba y relinchaba. Con el paso del tiempo, su
mera presencia fue suficiente para detonar el desasosiego de su caballo.
A
veces, sin darnos cuenta, entrenamos a nuestros caballos a que sean agresivos o
ansiosos, aun celebrando cuando actúan desde esas emociones. El problema es que
el movimiento en los caballos no viene sin una emoción. Cuando se mueven de
cierta forma, se sienten de cierta forma. Y cualquiera que sea la emoción en la
que se hallan inmersos cuando los recompensamos, esa emoción volverá con mayor frecuencia. Los dos ejemplos que
describí arriba son de gente recompensando comportamientos agresivos o ansiosos
en sus caballos. No sé por qué a veces tendemos a hacer esto. Quizás
disfrutamos ver a nuestros caballos expresarse de forma dramática, en lugar de
en su estado contemplativo, más usual. Quizás hayamos visto demasiadas
películas que representan mal a los caballos. Quizás ni siquiera vemos al
caballo, sino una proyección de nosotros mismos. El examen de las razones le
corresponde a otros. Yo me ocupo de las dinámicas en sí, pues veo cada vez a
más personas bienintencionadas que se meten en problemas con sus caballos por
esto.
El autor, embelesado por la abrumadoramente encantadora Yanuba, apenas capaz de esconder sus síntomas de care'novio. Foto © Jeremías Rodríguez |
Cuando
interactuamos con caballos en cualquier forma, sea en libertad o no, siempre le
pregunto a mis alumnos (¡y a mí mismo!): a cuál caballo estoy recompensando? Al
calmado, o al que se me impone y me exige recompensa?; al curioso, o al que no
tiene en cuenta mi espacio personal? La recompensa puede ser tan simple como
dejar a nuestro caballo ver que puede captar nuestra atención con un
comportamiento en particular. En ese sentido, la care’novi@ puede ser muy
traicionera, porque los amantes de los caballos a menudo la mostramos
inconscientemente, sin darnos cuenta de que estamos recompensando en nuestros
caballos precisamente aquellas actitudes de las que luego nos quejamos.
De
ninguna manera quiero decir que debamos ser fríos o distantes con nuestros
caballos: cualquiera que me haya visto trabajar sabe que me inclino –y
bastante– en la dirección opuesta. Me parece divinamente dar rienda suelta a
nuestra ternura y sentimientos amorosos… cuando es propicio que nuestro caballo
los reciba. Los caballos, cuando se sienten amados por nosotros, a menudo intentan complacernos, aun si les
significa estrés o peligros. Es apenas justo que los guiemos en las mejores
direcciones. Un buen primer paso es tomar consciencia de que, incluso si no
sabemos que estamos hablando, ellos siempre están escuchando.
*
Los nombres de aquí en adelante han sido modificados por la privacidad de los
implicados ;-)